Y una vez allí, Granada encantada, seguía emocionándome al ver el sol salir para quedarse. Ver el cielo completamente azul sin ninguna nube al acecho, ni blanca, ni gris. El sol no jugaba contigo, aquí tenía las cosas claras. Y la tranquilidad de la gente. La humildad que olía a arroz con poca carne y muchas verduras. Y a especias. La humildad que sonaba a tenedores, preparándose para dar de comer a una familia entera. Y la tranquilidad de la siesta. Y saber que el tiempo es todo tuyo, que el sol te regalará un cielo entre naranja, rojo y azul a las siete de la tarde. Hoy en febrero. Y que no hay prisa. Que nunca la ha habido, porque la ciudad no duerme. La ciudad restará infinitamente despierta. Y descubrir que la felicidad era simplemente eso. La sensación de calor y la brisa. Y el sonido de la persiana alzándose. Con pájaros de atardecer de fondo. Los tendederos de ropa en la acera, el sonido de jóvenes guitarras espontáneas que caminan tocando por las calles. Y la comodidad de salir en pijama y zapatillas de andar por casa. Era eso.