Nueve postales y una carta de amor

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Tengo unos días libres, así que cojo un tren en dirección al sur. No conozco a nadie allí y no tengo ningún plan, por lo que me paso el día sentada en plazas, subiendo escaleras y observando los picos de los tejados rojos. Por la noche doy un paseo hasta que desciendo los escalones de un antiguo bar de jazz. Pienso en volver a subir las escaleras hacia afuera hasta que mis ojos se detienen en un rostro que toca la batería. Finalmente estoy sentada, observando ese rostro moverse y desplazarse. Es un rostro que podría amar, estoy segura de ello. Me digo a mí misma que voy a hablar con él y lo hago, propulsada por el sabor del licor de cereza. Se inclina hacia mí al comienzo de su segunda parte y sonríe mientras toca, pero pierdo toda mi valentía y salgo corriendo para adentrarme en la noche. Aproximadamente un año después, estoy en un museo de mi nueva ciudad. Me detengo, conmovida, cuando vuelvo a ver su rostro, esta vez en una pintura. Es el segundo hombre desde la derecha en La fragua de Vulcano de Diego Velázquez, pintura fechada en 1630. Me enamoré de él porque ya lo había visto en un cuadro.